Hacía muchísimo tiempo, es verdad, que no escribía aquí, más de un mes. Me he decidido para hablar, en definitiva, un poco de lo de siempre, pues a fin de cuentas es el motivo por el que este blog está creado. El caso es que el viernes me bajé la demo del
Alone in the Dark para PS3, a ver qué tal estaba.
Desde luego, en gráficos dista un abismo entre ambos juegos, y lo mismo en diseño, sonido... pero, sin embargo, creo que prefiero más el original de
Infogrames al nuevo de
Atari (aunque, curiosamente, se trata de exactamente la misma empresa).
¿Y por qué lo prefiero? A fin de cuentas el Edward Carnby (mis disculpas si lo he escrito mal) de 1993 no podía hacer ni la mitad de las cosas que el del 2008, el número de polígonos se podían contar y bueno... escenas cinemáticas tenía tirando a bien pocas.
Y sin embargo, lo prefiero.
Los videojuegos ha pasado un poco como el cine. Se busca el espectáculo, la virguería técnica por encima de todo. Y si sale bien, es una obra de arte, pero el problema es que tiene que salir bien, y eso es más complicado de lo que parece. No importa el presupuesto que se tenga, no importa las fuentes de que se beban ni los nombres propios conocidos y reconocidos con que cuentes. Un videojuego no es una sucesión de imágenes estéticamente bellas e impactantes. Un videojuego no es un doblaje perfecto con unos actores profesionales. Un videojuego no son unas melodías dignas de ganar un Gramy y unos efectos sonoros hiperrealistas y espectaculares. Sí, todo eso ayuda a hacer un buen juego, pero, al igual que en el cine, la buena realización técnica sólo asegura que el producto entre él sólo por los ojos, pero no que sea un buen producto que vaya a crear escuela.
Como obra plástica, el
Alone in the Dark de 2008 es infinitamente superior a la vetusta primera parte de 1993. Pero como videojuego, el clásico original de hace 15 años le da sopas con hondas al nuevo juego de 2008.
Y eso es lo que me revienta. Que juegos tan simples, sencillos y cutres como los que se podían ver en los tiempos de los 8 bits o incluso con los 16 bits puedan llegar a enganchar más y ser mucho más divertidos que las mega producciones actuales de cientos de personas trabajando en ellas y con un presupuesto de muchos millones de dólares.
El problema, como siempre, es qué hace que un juego sea bueno o no. Los gráficos se pueden "medir", es decir, puedes ver imágenes, vídeos, demos, presentaciones... y puedes ver cuál luce mejor. Lo mismo con el sonido. Dentro de la subjetividad de valorar un videojuego, el apartado técnico es lo más simple y objetivo de valorar. Sin embargo, lo que antes se llamaba la
adictividad de un juego es lo que es tan casi imposible de medir. Es algo que no se puede comprar. Si tienes un juego aburrido, si le metes más dinero y programadores, grafistas, animadores, técnicos de sonido y demás no vas a mejorarlo. Es decir, mejorará desde un punto de vista técnico, pero el juego seguirá siendo un pestiño.
Por eso, por muy espectaculares que luzcan los juegos actuales (y ojo, que lucen MUY espectaculares), muchas veces prefiero los clásicos. Y no es que antes todos los juegos fueran buenos, porque de hecho pasaba justo lo contrario, hacer un juego era sencillo y había morralla a punta pala, pensad en toda la bazofia que sale para Wii y DS y multiplicadlo por 10. Sin embargo, entre tanta porquería salían muchos más juegos redondos, y son esos juegos redondos convertidos en clásicos tras el paso de los años los que echo de verdad de menos. Porque eran juegos que
transmitían, que hacían que te olvidaras de cualquier limitación técnica que tuvieran y los jugaras una y otra vez hasta cansarte, disfrutando cada segundo que pasabas con ellos. Y, por desgracia, entre tanto polígono, guión, ambientación y demás se ha perdido esa esencia del juego.